
Todo en esta realidad nace, vive y muere. Es paradójico como el mundo nos demuestra continuamente que algo que, a priori, no tiene vida, puede acabar muriendo.
Todo en esta gran maquinaria se desgasta y se va, dejando paso a un sustituto mejor preparado, o tal vez no, pero seguro más joven.
A él le costaba creerlo, pero lo aceptaba. Se dio cuenta de que, aun sin él, el mundo seguiría adelante, el cosmos se mantendría en equilibrio... sin él. Acabaría desgastándose y se volvería inservible con el paso del tiempo. A veces prefería tener que vivir menos para sentir menos dolor al irse. Al fin y al cabo, un coyote no sufre tanto cómo un humano. O tal vez si.
Los coyotes son pequeños cánidos que viven alrededor de 6 años y habitan en toda América del Norte, aunque cada vez quedan menos. Son animales pequeños y delgaduchos, aparentemente débiles, pero que no dudan en defenderse. A pesar de que se les puede ver en manadas, normalmente son solitarios, asi como adictos a la luna, tan adictos que a veces aullan lamentándose de no poder llegar a ella.
Él era pequeño y solitario, y aullaba a una luna que no podía alcanzar. Como un coyote, se deslizaba sigiloso entre las calles tan solo alumbradas por la luz de esa luna. Soñaba con encontrar otros como él, pero los coyotes son escurridizos... y se asustan facilmente. Asi que, cansado de buscar, se sentaba en algún banco o , simplemente, en el suelo. Y asi pasaba las noches, tirado en la calle, mirando a la luna y pensando sobre nada y todo a la vez. Con paciencia se mantenía esperanzado de que otro de su especie le encontrase.
Dicen que el día de su muerte, al llevarse el cuerpo, se encontró algo escrito bajo el cadaver. No estaba escrito con sangre, tampoco con pintura, parecía tallado sobre el asfalto en que solía pasar los días. Al parecer, cuando notó que su hora llegaba, se dedicó a escribir una frase: “El tiempo no espera para nadie, pero los coyotes sí.”