miércoles, 2 de septiembre de 2009

Mi Buenos Aires querido.

Son las 11 de la mañana según mi reloj. Pero joder, atardece. Debemos haber recorrido muchos kilómetros para que el desfase horario sea tan grande. Es lamentable que me pueda sorprender algo así. Bueno, lo dicho: son las 11 y atardece. Y es un atardecer limpio, tan solo alguna nube mancha el horizonte, pero son nubes blancas. No huele a tormenta, huele a salitre y libertad. A eso huele. Libertad para mi, obviamente. Libertad para un hombre que huye de donde nació. Que huye de un lugar que le castiga y de una gente que le atormenta. Y ahora, ese hombre, o sea, yo, está libre y feliz. Feliz lejos de todos esos buitres hambrientos de carroña. Y todo esto lo pienso ahora, mientras el sol me da en la cara, pero no me molesta. Es más, me reconforta. Empieza a hacer frío aquí, en medio de la nada. Tan solo rodeado por agua transparente, pero fiel reflejo del cielo.

Navego en un barco que no es mio. Navego por la cara, como quien dice. Es un simple barco mercante que en algo más de dos semanas llegará a Buenos Aires. Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver, que diría Carlos Gardel. Mi Buenos Aires querido, que me va a brindar una nueva oportunidad para cometer nuevos fallos, para sufrir otras desgracias, para vivir otra vida. Otra oportunidad para existir. Total, que me encuentro bien después de mucho tiempo. Y se que me sentiré mejor cuando vea tierra sobre el horizonte, cuando la pise. Cuando recuerde al mar con nostalgia y cuando, poco a poco, descubra, primero, cada rincón de Mi Buenos Aires querido, y después, cada rincón de Argentina. Así es: no pienso parar quieto mientras me queden fuerzas (y piernas). Pienso viajar, viajar, viajar... vivir. Vivir ahora, vivir feliz, vivir de día, de noche, de tarde, de mañana y en cualquier lugar. Coño ya.

Y ahora, o tal vez hace un momento, sale la cocinera del barco. Una mujer mayor. Ojo, mayor, que no anciana. Una mujer adulta, una mujer de los pies a la cabeza. Que, pese a todo, desprende feminidad por los cuatro costados. No especialmente atractiva, pero diablos, una mujer. Una señora, como debe ser. Y allí se queda, en la cubierta, apoyada en la baranda, esperando no caerse. Mira el mar, el horizonte, las nubes. El pelo recogido y negro, espeso, seguramente algo sucio, pero no lo aparenta. Las manos estropeadas. Curtidas, más bien. Unas manos curtidas, igual que su piel morena, espejo de los años que ha navegado y de los que le quedan por navegar aun. El rostro delgado, algo enjuto, pero saludable. Cubierto por algunas arrugas, no demasiadas, pero las suficientes como para saber que ha vivido. Y ahí está, esperando. Esperando algo, a alguien, qué se yo. Pero espera. Algo tan auténtico es inconfundible.

Desde donde estoy le pego un grito preguntándole que qué hace. “¿Qué le ocurre, señora?¿Qué espera?”, le pregunto. Y, después de unos segundos, me mira y se va. Sin contestar, se aleja de la baranda y entra de nuevo en algún lugar del barco. El que prefieran. Sonrío levemente y continúo mirando al mar. Me he dado cuenta de que no habla mi idioma.